Novelas en capítulos y cuentos cortos

miércoles, 13 de enero de 2016

CAMINO DE SANGRE Y ...ROSAS, Prólogo 2

Buenos Aires, entre abril de 1826 y febrero de 1827
Etérea, expresión justa para retratar a Consuelo Aguirrezabala. Dulce, grácil y sobre todo, alegre.
Su padre, Alonso Aguirrezabala, la llamaba "mi cascabelito". Extrañas palabras en boca de un hombre duro y de moral rígida. Su sola presencia infundía miedo, especialmente en Mercedes, su mujer.
Pero Consuelo era la debilidad de Alonso, la niña de sus ojos; y Consuelo adoraba a su padre.
Una dorada mañana de otoño, en que una suave brisa con aroma a azahares se colaba por la ventana del dormitorio que daba al patio, Consuelo renegaba con un par de cuerdas del arpa, obsequio de su padre que hizo traer de Inglaterra.
Amaba ese instrumento y amaba ejecutarlo, acariciaba las cuerdas con elegancia y pasión. Cuando lo hacía se transportaba a tierras remotas y encantadas. Aquel que escuchaba las melodías que brotaban de sus manos, quedaba prendado de la bella joven que parecía un hada salida de la isla mágica de Avalon.
Sin embargo, ese día algo andaba mal. Llamó a Josefa, una negrita de catorce años, para que la acompañara a la Recova a comprar cuerdas nuevas.
Caminó distraída por las calles empedradas de la Santísima Trinidad hasta llegar al almacén de don Roque.
Entró en el negocio y allí lo vio. El joven observaba concentrado unas partituras para piano. Alto, corpulento. Un mechón rubio le cubría los ojos que al levantar la vista se volvieron de un verde profundo.
Sus miradas se cruzaron y ese fue el comienzo de una historia de amor desenfrenado y turbulento.
Consuelo y Esteban Salguero fueron tragados por una vorágine de sentimientos que con audacia enfrentó al puritanismo de la época.
El mes de julio le confirmó lo que temía: esperaba un hijo.
Consuelo Aguardó impaciente el encuentro clandestino. Siempre a escondidas, siempre con temor, pero con el corazón exultante.
Josefa era su confidente,  conocía los secretos de Consuelo y la cubría para que los padres no tuvieran la más mínima sospecha del comportamiento de su hija.
Una casona alejada del barrio de Retiro, cobijó a los amantes desde su primera cita. Pertenecía al abuelo de Esteban y estaba desocupada porque su familia había viajado a Córdoba, de donde era oriunda.
Cuando lo vio llegar, se arrojó en sus brazos y lloró.
Le contó la noticia rápidamente, temía su rechazo.
Esteban empalideció y la apartó de un empujón.
Consuelo cayó de rodillas sobre una alfombra raída y allí permaneció, transida de dolor.
Lo único que escuchó fue la negativa de Esteban de hacerse cargo de la "escandalosa" situación.
"Estoy casado, Consuelo. Amo a mi esposa y a mis hijos. Esta noche me regreso a Córdoba. Lo siento, no es mi problema. Debiste ser precavida. Adiós".
Consuelo quedó petrificada. "Entonces todo este tiempo has jugado conmigo, pero...¿por qué?, ¿por qué?", repetía desorientada.
El no le dio explicaciones. La dejo sola, tirada en medio de la gran sala. Los muebles protegidos con lienzos blancos y cubiertos de telarañas fueron testigos de la vil traición.
"Sola con mis miedos, sola con mi tristeza, sola con este hijo que crece en mis entrañas. ¡Que será de mí!".
En ese estado la encontró su negrita querida. No hizo falta que le contara lo sucedido. Era pequeña pero no tonta.
Lentamente regresaron a la casa. Durante tres días estuvo encerrada en su dormitorio. Sus padres estaban preocupados, temían que estuviera enferma. Consuelo se negó a hablar hasta que juntó el valor necesario y entonces, la tormenta estalló.
Alonso, ciego de ira, la abofeteó y la echó. Ni el llanto desesperado de Mercedes le hizo desistir de su dura resolución.
Consuelo huyó a su habitación y allí se quedó hasta que su madre le comunicó la condena : ingresaría al Convento de las Catalinas.
La priora, hermana mayor de Mercedes, la admitió a cambio de una alta dote y, por supuesto, porque era su sobrina caída en desgracia. Consuelo ingresó como huésped, una dama de abolengo en situación comprometida y vergonzosa.
Los meses de embarazo transcurrieron en soledad. Sus padres nunca la visitaron. Su única compañía era Tina, una donada con la que compartía la celda, es decir,  una mujer humilde que vestía el hábito sin haber profesado.
Si bien estaba prohibido hablar, ellas lo hacían muy bajito por las noches, cuando las otras monjas descansaban.
Un estrecho vínculo de amistad nació entre las jóvenes. Consuelo le confió su historia y como respuesta, obtuvo comprensión y cariño.
El parto fue difícil. Consuelo no lo resistió. Sangre y llanto.
Muerte y esperanza entrelazadas...


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