Novelas en capítulos y cuentos cortos

lunes, 9 de octubre de 2017

UN NUEVO AMANECER, Cap.37

"No fuiste el amor de mi vida, ni de mis días,
 ni de mis momentos. Pero te quise,
 y te quiero,
 aunque estemos destinados a no ser". 
Julio Cortázar 

Imanol no se turbó al descubrir en la vera del camino principal que llevaba a su laboratorio al negro Tadeo maniatado y custodiado por dos vigilantes armados.
Esa noche, luego de brindar con un excelente champagne francés por la muerte de su hermana, a quien  hacía tiempo que deseaba sacar de su vida, se encargó de las dos sirvientas, mujeres entrometidas y cargosas. No las soportaba y en ese momento, gozó con la idea de someterlas a su placer. Por supuesto que no era una placer sexual sino...
Pasó la lengua por sus labios reteniendo el exquisito sabor frutado de la bebida. Suspiró fascinado. La botella vacía determinó que la hora de la diversión comenzaba. Miguelito podría esperar. "El será la frutilla del postre, como solía decir mi aristocrática abuela", pensó con cinismo.
Fue a su dormitorio con el fin de buscar el maletín de cuero negro. Lo abrió y constató tener todo cuanto necesitaba. Abrió con delicadeza la pequeña y alargada caja de plata. En su interior, forrado de terciopelo rojo, destacaban cuatro bisturíes y dos tijeras. "¡Gottfried, mon ami! Gracias a tu genialidad y pericia hoy disfruto de estos maravillosos instrumentos que me abren las puertas del saber", exclamó al recordar a sus gran amigo Gottfried Jetter, un maestro cuchillero que encauzó la comercialización de instrumentos quirúrgicos en Francia y al que conoció una espléndida tarde de primavera mientras paseaba por la ribera del Sena con su amado Jean.
Al pensar en su amante, una sombra de tristeza turbó su corazón.
"Jean, no quise traicionarte. Sólo que la soledad en que me dejaste me llevó a buscar otro amor, mon chéri. Pero él nunca me correspondió por más que intenté, siempre ignoró mis sentimientos, me humilló. ¡Desalmado Rafael! Pero hoy me cobraré venganza". Y entonces, Imanol rió con todas sus fuerzas, risotadas siniestras que parecían conjurar a los espectros más espeluznantes del infierno.
Cerró con delicadeza la caja, tomó el maletín y se encaminó por la galería hacia el último patio, allí donde dormían tranquilamente las dos negras en su habitación. Entró con sigilo, apoyó el maletín sobre una mesa de patas chuecas y extrajo un frasco de vidrio transparente. Lo descorchó con precaución y con el líquido empapó un pañuelo.
Una de las negras balbuceó en sueños. Imanol cayó como un buitre sobre ella cubriendo su boca y su nariz con el paño embebido en cloroformo. La mujer apenas luchó y enseguida cayó en la inconsciencia. Enseguida se ocupó de la otra que ni se inmutó.
Con prontitud le quitó el camisón remendado y los calzones. Al ser ella muy delgada, le llamó la atención la redondez del vientre. La observó con detenimiento llegando a una conclusión que lo maravilló. "La negra está preñada".
Tomó un bisturí de la caja de plata. Con pericia realizó una incisión del ombligo hasta el vello púbico. En el proceso lesionó la vejiga, pero no le importó. La prioridad era llegar al feto que tendría unos cuatro meses, calculó.
A continuación, realizó incisiones más profundas a través de varias capas de tejido hasta llegar a la pared uterina donde realizó una última incisión. Abrió la bolsa amniótica y extrajo el feto cortando el cordón umbilical. Lo estudió fascinado. Luego lo dejó sobre la mesa junto al maletín.
Extrajo la placenta y examinó el útero. En la sábana de la moribunda se limpió la sangre de las manos. Del bolsillo del pantalón sacó una libreta de anotaciones donde dibujó el útero, la vejiga y los intestinos. Mientras tanto la mujer moría desangrada.
Al finalizar, miró la hora en su reloj de bolsillo y se alteró.
"¡Mierda, que tarde se me ha hecho!", giró hacia la otra negra y la degolló. "Perdona pero no tengo tiempo para ti".
Con el maletín en una mano y el feto en la otra se dirigió a la cocina. Buscó un frasco lo suficientemente grande para que lo albergara. Realizado su cometido lo escondió en su dormitorio detrás de un pilón de camisas recién planchadas dispuesto prolijamente en el ropero. Aprovechó para cambiarse no sólo la camisa, de cuello alto y duro, sino también el pantalón. "La elegancia y la pulcritud es la esencia de todo caballero", dijo mirándose al espejo. Se anudó el moño de seda blanco y en el centró colocó un broche de oro en el que se destacaba un gran rubí. Luego tiró las prendas manchadas de sangre debajo de la cama y con paso ligero se dirigió hacia la caballeriza.
Galopó con urgencia eligiendo siempre los caminos linderos a la calle principal, agazapado entre la densa niebla y las sombras de la noche.
De repente una mancha luminosa en la lejanía lo puso en alerta. Disminuyó la marcha y fue acercándose con cautela ocultándose entre los arbustos. Entonces lo vio y se le revolvieron las tripas.
"¡Negro estúpido!", lo insultó.
Sin embargo en sus planes, una situación como ésta ya la tenía prevista. Así que sin dudarlo desmontó del zaino y de la alforja que colgaba de la silla de montar sacó tres dardos, las puntas empapadas en un exótico veneno que un colega obtuvo en uno de sus viaje al Alto Perú. Colocó la cerbatana en su boca y sopló con fuerza. Una vez...dos veces...tres veces. ¡Victoria!
Los vio revolcarse en la tierra, desconcertados, aterrorizados...por fin muertos, una muerte rápida que no les permitió pedir auxilio.
Complacido volvió a montar; primero con sigilo, luego a galope tendido por caminos serpenteantes esquivando ramas y arbustos.

Esa noche, luego de finalizar todos sus quehaceres en la fonda de don Nicanor, Gorrión hizo un pequeño atado con las provisiones que siempre le regalaba el patrón cuando estaba de buen humor. Lió entusiasmado en un repasador deshilachado un trozo de queso, una hogaza de pan duro y dos tiras de charque. Al despedirse del viejo gruñón, robó dos manzanas del cajón que se exhibían en el mostrador.
"¡Hoy voy a comer a mis anchas, sí señó!", canturreó mientras se alejaba de la fonda y rumbeaba hacia el laboratorio del doctor Imanol.
El sereno pasó junto a él anunciando la medianoche. Gorrión apuró el paso soñando con el festín que se daría. De sólo pensarlo se le hizo agua la boca ya que desde el amanecer no probaba bocado.
"Pucha que tengo suerte. El dotor me regaló unas monedas, don Nicanor me regaló comida y aura voy a dormir a pata suelta. Pucha que tengo suerte", se alegró el chiquillo acariciando una ganzúa que llevaba oculta en el bolsillo del pantalón.
Ya no acostumbraba a colarse en las casas sin vigilancia de los ricachones, como él los llamaba,  cuando en la época estival éstos viajaban a sus quintas en la zona de Retiro para gozar del fresco que venía del Río de la Plata y de los bosques de álamos y durazneros que rodeaban las propiedades. Ya no. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando recordó su última experiencia, aterradora y paralizante.
Aquel día había amasado pan desde la madrugada en la fonda y había permanecido junto al horno de barro vigilando la cocción durante horas, además de restregar con furia el hollín de las cacerolas y lavar decenas de vasos. Por la noche, cansado y agobiado, se refugió en un caserón ubicado en las cercanías del Cabildo. Su amigo Pancracio, un zambo tres años mayor que él y con gran habilidad para forzar puertas y ventanas cerradas a cal y canto, lo esperaba silbando bajito en la glorieta del inmenso jardín. Con la ayuda de una ganzúa entraron sin mayor dificultad luego de comprobar que los vigilantes a pie no merodearan por la zona. Compartieron unos mendrugos de pan de cebada y unas manzanas algo rancias mientras Pancracio narraba divertido cómo había escapado "por un pelo" de las garras del cura párroco de San Ignacio al descubrirlo robando las monedas de la limosna. De repente las risas se detuvieron al escuchar unos ruidos de cadenas provenientes de la parte trasera de la casa. A continuación un aullido lastimoso les puso la piel de gallina.
_ ¡El Cadejo! _ balbuceó con miedo Gorrión. El Cadejo, perro negro de centelleantes ojos rojos, espectral criatura asociada al mal que atacaba a los malhechores.
_ ¡Carajo!, rápido Gorrión salgamos de acá _ Pancracio lo sacudió con fuerza. Gorrión estaba como en trance, sólo pensaba en el perro negro que venía a comérselos por haber invadido una propiedad ajena.
Salieron disparados por la puerta de entrada llevándose por delante un mesa y estrellando contra el piso una primorosa fuente esmaltada que quedó hecha trizas.
"Nunca más, nunca más me vuá a meter en una casa estraña", se prometió esa noche terrorífica.
Sin embargo ahora iba en camino del laboratorio de ese doctor misterioso. La alegría y el entusiasmo que le provocaba el tintinear de las monedas en su bolsillo le impedía ser cauteloso, suavizando la espantosa experiencia con el Cadejo.
Espantando esos agrios recuerdos, llegó a destino con un hambre atroz. Su destreza en el uso de la ganzúa le permitió franquear la puerta sin dificultad.
La densa oscuridad que lo recibió no lo asustó. Conocía el lugar al dedillo. Caminó con cuidado con los brazos extendidos para no tropezar con la gran mesa que se ubicaba en el medio de la sala. Tanteando a ciegas encontró un candil amurado a la pared que encendió con un yesquero que lo tomó prestado de las pertenencias de don Nicanor.
La aureola de luz que rompió la penumbra, lo reconfortó. Se sentó en el frío piso de piedra y se dispuso a disfrutar de su banquete.
De repente un ruido de cadenas lo alertó y un llanto desconsolado, lo paralizó.
"¡Maldita sea mi suerte! Otra vez el Cadejo", se lamentó temblando como una hoja.
Con rapidez juntó la comida que había dispuesto sobre un trapo sucio en el suelo, pero cuando estuvo a punto de huir lo detuvo un grito de socorro.
_ ¡Por favor, no me dejes aquí! _ Miguelito había visto al niño escurrirse entre las sombras, ese niño era su esperanza.
_ ¿Quién me llama, pué? _ Gorrión volvió al centro de la sala. Escudriñó en los rincones buscando el origen del llamado.
_ Estoy encerrado en una jaula, ayúdame, por favor _ suplicó.
La jaula, claro. Gorrión tomó una vela de la mesa y la encendió. Caminó con sigilo hacia el fondo de la habitación y allí estaba...un niño encadenado.
_Pe...pe...pero, ¿qué hacés ahí? _ preguntó perplejo.
_ Imanol me encerró, ayúdame a salir antes de que vuelva. ¡Me va a hacer algo malo! _ comenzó a llorar Miguelito.
_ ¿Quién es Imanol? _ Gorrión estaba cada vez más confundido.
_ El doctor. Por favor, debo salir de acá antes de que vuelva _ rogó con premura Miguelito.
_ Pero si se jué de viaje. ¡Viejo mentiroso! Así que el dotor te encerró en la jaula. Ya me olía que era un flor de hijo de puta. Ya, ya te saco _ lo tranquilizó. Nuevamente utilizó la ganzúa para abrir la puerta de la jaula y liberarlo de las cadenas. En eso estaban cuando escucharon acercarse a un jinete.
_ ¡Mierda! Debe ser el dotor _ maldijo Gorrión. Más veloz que el viento Pampero, apagó el candil y la vela. Tomados de la mano y acurrucados en un rincón, escucharon como se abría la puerta.
_ Ahora sí que estamos jritos amiguito _ sollozó Gorrión.
El taconeo de unas botas les delató la presencia cercana de Imanol.
Miguelito codeó con urgencia a Gorrión señalando un hueco en la pared.
_ Es nuestra salvación _ le dijo en voz muy baja.
Gorrión sonrió, claro que sí.
La estrechez del agujero no les impidió escapar con facilidad. Una vez en el exterior corrieron con la rapidez del rayo ocultándose entre los arbustos y espinillos.
Corireron. Corrieron. Corrieron. El corazón aleteando como un pájaro en fuga. Las lágrimas les nublaba la vista y ellos corrían, corrían sin desfallecer.
Atrás, Imanol encendió el candil y con una sonrisa devastadora se dirigió a la jaula.
_ Miguelito, Miguelito, tu hora ha llegado _ sentenció saboreando sus mezquinas intenciones.
Al descubrir la jaula abierta y vacía lanzó un improperio.
_ ¿Dónde te escondes pequeño bribonzuelo? ¡Puta madre!, no me hagas enfadar porque será peor para ti _ la rabia rezumaba de todo su ser. La bestia que habitaba en su interior nuevamente se apoderó de él y bulléndole la sangre dio vuelta todo el laboratorio buscando al niño sin éxito.
Fuera de sí montó en su caballo y como un demonio salido del infierno comenzó una desquiciada persecusión. Debía hallar a su presa.
Los niños, sin aflojar su carrera desesperada, alcanzaron la calle de la Santísima Trinidad.
_ ¡Allí, allí ...es la casa de mi abuela! _ se alegró Miguelito.
Golpearon con apremio, una vez...otra...otra...y otra más hasta que alguien les abrió y Miguelito cayó en sus brazos extenuado mientras Gorrión respiraba con alivio. "Amiguito estamos a salvo", gritó entre lágrimas.